Hay historias que no necesitan introducción, ni siquiera
grandes explicaciones. Todo lo que necesitan saber es que fueron dos personas
que, entre todas las millones que hay en el planeta y con la infinidad de
lugares que existen, se encontraron y no solo se encontraron, como escena de película,
tan de casualidad que parece planeado, sino que también se vieron.
Y no fue de esas miradas rápidas, tan de reojo que no ves
nada. No, ellos se miraron por completo, enteros y de lleno.
Ella vio los dos lunares de su mejilla izquierda, el labio
superior más chico que el inferior y el hueco pronunciado de sus ojeras.
También vio la historia que cargaba sobre su espalda, los cambios de opinión constantes,
el amor a los video juegos y el cansancio de correr y sentir que no te moves,
del miedo a la quietud que agota más que la carrera constante.
Lo vio y quiso más porque no todos los días se ve con tanta
intimidad a alguien y mucho menos en tan poco tiempo.
Lo mismo le sucedió a él. La vio de una forma inusual, de la
forma que parejas de generaciones enteras jamás llegaron a hacerlo. Con la seguridad
de saberlo todo, sin el agobio de sentirse atrapado por el otro. Vio la miseria
de tantos años acumulados, todo el dolor que se puede cargar y el lugar para más
que tenia, como si cuando creyera que no puede más, la vida volviera a ponerla
a prueba y ella volviera a ganarle al dolor.
Vio sus sueños y esperanzas, las risas y lágrimas. Y entre
todas las diferencias que se encontraron, vieron la única cosa que tenía en
común. Su soledad.
Y en ese lugar que, al igual que ella, jamás llamaba la atención,
decidieron nunca, nunca más estar solos.
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